Muchas veces me preguntan que por qué enseño, que qué le veo a ese oficio.
Cuando trabajaba solo en la universidad no me lo preguntaban tanto, quizás sonaba muy serio o respetable. Desde que trabajo también en un colegio me lo preguntan más. A veces la pregunta esconde un tono de ¿pero tú no podrías estar haciendo otra cosa?
Me siento un poco como cuando estudiaba literatura y la gente también se sorprendía: ¿pero y eso para qué sirve?, o eran catégoricos: uy se va morir de hambre (vaticinio que estuvo lejos de cumplirse).
Me sorprende sobremanera que la gente perciba el oficio de la enseñanza como una suerte de fracaso laboral, pensar eso es creer que formar, educar, no vale la pena o, peor, que a eso pueden dedicarse personas menos preparadas, menos inteligentes. Esas mismas personas son las que esperan una educación de calidad para sus hijos, o las que critican a la sociedad y creen que las cosas deberían funcionar de otra manera y señalan al deficiente sistema educativo como una causa de atraso. Paradójico por decir lo menos.
Yo regresé al colegio, es decir, dicto clases en el mismo sitio donde me gradué como bachiller. Eso sí que puede ser extraño. Como si el tiempo no hubiera pasado, como si tu vida, bajo nuestros parametros occidentales, no avanzara. Los primeros meses eran como sumergerse en el pasado, recordaba cosas todos los días, sensaciones de mi adolescencia. Lentamente eso fue pasando.
A veces creo que todo el mundo debería pasar por esa experiencia del regreso, poder casi que revivir y revisar de una manera tan intensa lo que fueron esos años escolares y después ser capaz de circular por esos pasillos creando nuevos recuerdos.
Ya no pienso en mi adolescencia cuando voy al colegio, ese lugar se ha llenado de nuevas presencias y recuerdos para mí. Fue como saldar una deuda, limpiar dolores. Completamente catártico.
Por otra parte, solo alguien que enseña (y ama ese oficio) sabe lo que se siente el contacto con los alumnos y lo gratificante y enriquecedora que puede ser esta experiencia. Yo enseñé varios años en la universidad, pasar al colegio no fue tan fácil al comienzo pero con sorpresa he descubierto que lo disfruto quizás más que en la universidad.
Claro, muchas veces tu voz se pierde entre tanta hormona y a muchos hay días que les interesa más hablar con el vecino, hacer otra cosa o lo que sea menos escuchar sobre literatura. Pero esos mismos hay días en los que están atentos y silenciosos y muchas, muchas veces piden la palabra y me sorprenden con una afirmación, una pregunta, una historia.
Mis alumnos no saben cómo les brillan los ojos cuando algo de lo que vemos los toca, o cómo yo puedo ver que ahora perciben cosas en las lecturas que hacemos que antes no. No saben tampoco lo que se siente compartir algo tan querido, tan preciado como un texto que se ama y comprobar que a muchos les produce el mismo efecto que a ti.
Mis alumnos no saben que eso que para ellos es una rutina, ir al colegio todos los días, yo no lo percibo así, que mis días son todos diferentes porque por más preparada que tenga una clase, un comentario la lleva a un punto que no pensaba o me muestra otra posibilidad.
Mis alumnos tampoco saben lo mucho que alcanzo a conocerlos en lo que escriben, en lo que dicen y en la manera cómo se acercan a ciertos autores. Para mí, cada clase, es un laboratorio humano viviente que me enseña cada día algo.
Por otra parte, sé que muchas de las cosas que discutimos hoy tendrán más sentido para ellos en unos años y en esa medida enseñar es como sembrar semillas que quizás algún día germinen y den frutos.
Por todas esas razones, y por muchas otras, es que siguo aquí y le veo un sentido a lo que hago.
(Ana ya fue liberada pero Alf continúa secuestrado)
domingo, marzo 30, 2008
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3 comentarios:
Gran temor mío tocaste en esta entrada. Y para qué son los blogs si no un poco para enfrentarnos con nuestros temores? La docencia. Cuando estudiaba filosofía soñaba con ser filósofo no docente de filosofía y era un temor que me inmovilizaba. Uno entra a la universidad muy joven, con todo el ego del mundo (o será entusiasmo?) y encima detestando todo lo del colegio. Los profesores del colegio no eran sino una suerte de fracasados amargados. El único profesor honesto que conocí no era un policia por lo tanto los alumnos se mofaban de él y me indignaba la manera en que lo trataban. Mi profesor de filosofía no había estudiado filosofía pero eso no parecía molestarle mucho a la hora de condenar la posición de uno como ridícula. Cuando estudiaba filosofía algunos malintencionados me comparaban con mi profesor de filosofía, al que todos odiábamos. decían que iba a ser su sucesor y la idea me llenaba de pánico. No soñaba con quitarle su miserable puesto en el que el único solaz que encontraba era en la admiración de las piernas de las alumnas de grado décimo y once. No terminé filosofía y lo hice por circunstacias ajenas que en nada incumbían a la figura del profesor de filosofía. Finalmente en la vida de uno los profesores poco o nada influyen. Aunque, caso contrario, me parecía triste que muchos conocidos o amigos odiaran la filosofía y la única imagen que en vida se hicieron y tuvieron la oportunidad de conocer sobre ella se reduciera a la del gritón y obsceno profesor de filosofía que nos tocó. Volver a la escuela. Otro rol. El rol que uno detestó. La autoridad. Los niños. Enfrentarse a esos niños que fueron crueles con uno, en mi caso, en el caso de la persona que no considera que bachillerato haya sido la mejor etapa de la vida, de la persona diferente de la que los niños se burlaban y menospreciaban. Los profesores al costal. SI uno aprendió algo fue por su propia cuenta, por su interés. El colegio todo lo obliggaba, desde como llevar el corte del pelo hasta cómo aburrirse haciendo una tarea sobre unos tipos ahì. Más interesante el aprendizaje con los niños que le costaban al colegio, que el colegio tenía fichados. Por pura cuestión monetaria volvería a un antro pero me sentiría supremamente infeliz de dar falsas esperanzas a muchachos que no tienen ningún futuro en este país y sólo se les abre el horizonte de la indigencia, el desempleo, el desamor y la humillación laboral. Claro que también existirían los que tienen el mundo comprado, con su dinero, su simpatía o su belleza. Pero ellos no necesitarían aprender nada de mí y sería el profesor al que le tirarían tiza, el profe que no es bacán, el agrio, el idiota.
Por otra parte, siempre he creído que en lo que respecta a la literatura, la profesora es una pieza fundamental cada vez que uno se enamore perdidamente de ella. Uno puede tener el gusto o la vena de la literatura, pero tener la suerte de encontrar a una musa recomendando libros, platicando sobre ellos, escuchando las opiniones de uno, compartiendo los textos, todo esto genera una comunión amorosa y la clase de literatura se vuelve una joya de los años venideros.
Hola, Diana. Muy interesante tu texto y tu exploración de la educación desde tus experiencias. Quiero compartirte unas líneas a propósito del tema:
I. Si el humanismo es desvivirse por lo humano, como lo escribe Levinas, desvivirse por ese humano, implica, desde el territorio educativo, generar escenarios donde se hospeden diferentes voces culturales con las cuales se narre el mundo desde una poética que privilegie la solidaridad y la complejidad. En este sentido, la educación se entiende como práctica política de resistencia al mal de la banalidad, a la violencia de la indiferencia, a la estandarización de la subjetividad desde los imperios mediáticos que promueven el pensamiento corriente. La educación, en un país como el nuestro (en el que se invierte gran parte del presupuesto en sostener el asqueroso negocio de la corrupción y la guerra), está condenada a ocupar el lugar de cenicienta ninguneada por las hermanastras mezquinas y criminales de la política nacional. Por otra parte, esa trivialización que se hace de la profesión docente desde ciertas telenovelas en las que se le adjudica al profesor el papel de imbécil que con sus extravagancias deleita y hace reír, ridiculizando de paso la labor política de la educación en los destinos históricos de los pueblos; esas construcciones, reitero, que se promueven desde los mass media, no son ingenuas, responden a modelos económicos que imponen la homogenización de la sensibilidad. Recordemos, en este punto, al profesor de la Espriella en “Pedro, El Escamoso” o el vendedor de perros calientes que después se convierte en profesor en “María Madrugada”, o al “gran” “Francisco, El Matemático”, que monumentaliza “mesiánicamente” la figura del “profe” como la del encargado de deshacer todo género de agravios, enderezar todo clase de entuertos, enmendar todo tipo de sinrazones, mejorar toda forma de abusos, satisfacer todo estilo de deudas. Quizá ese tipo de imaginarios que se tiene de los educadores, explica, entre otras razones, que se deba practicar rituales de purificación para asumir la docencia como una práctica política de resistencia frente a la muerte, a la servidumbre, a la infamia, a la vergüenza.
II. Estamos acostumbrados a aprender desde el orden y las órdenes. La lógica de las escuelas, colegios y aun de las universidades está demarcado por la instrucción. Esas estructuras de poder se han mantenido durante muchos años, por lo que no es fácil intentar ablandar los barrotes epistémicos con los que se han construido las instituciones educativas. En este contexto no se aprende desde la libertad, sino desde la coacción e instrucción. Estas rutinas están tan aprendidas, que de manera mecánica se reproducen en los diferentes escenarios educativos del país. Esto es tristemente comprobable cuando un profesor intenta hacer de la clase un territorio de experimentación donde el estudiante pase del papel de consumidor de datos a creador de saberes y gestor de conocimientos. Ante un profesor así, muchos estudiantes se sienten desconcertados, pero esto es entendible, porque hemos sido criados en un sistema educativo represivo, que fundamenta el aprendizaje sobre la repetición, el conocimiento sobre la memorización de un manual de certezas. No estamos acostumbrados a experimentar con el cuerpo, ni a llevar el pensamiento al borde del abismo, allí donde se requiere inventar armas de conocimiento para aprender a volar.
Baudrillard, dentro del contexto del arte, ha acuñado el concepto de “simulacro” para pensar la explosión de estéticas que se han dado en los últimos años; ese mismo concepto se puede invocar en el contexto educativo para preguntarnos por la crisis existencial y por las respuestas que se deben elaborar desde el territorio educativo para acompañar al hombre en su travesía por la tierra. En este sentido, la educación no puede convertirse en un museo que exponga y transmita información empacada al vacío para los intereses de consumo de clientes necesitados de capital simbólico. Si se continúa pensando las instituciones educativas como fábricas de mercancía cognoscitiva, la educación se habrá convertido en un simulacro, en una farsa en que lo que se privilegia no es la ética sino la política, en que no importa el hombre sino la economía. ¿Qué respuesta podría, entonces, elaborarse desde la educación a esta época tan golpeada por cataclismos tan diversos?
Un intento de pensar al hombre en esta estacada histórica sería la de entablar una conversación con esas culturas que durante años han permanecido restringidas a zonas marginales de desprecio y abandono en el espacio geopolítico de la nación colombiana. ¿Qué pueden decirnos esas voces cuya relación con el planeta es otra?, ¿qué podemos escuchar nosotros de esas voces, si es que estamos dispuestos a escucharlas? No puede nacer el diálogo desde la sordera, así como no puede gestarse una conversación sin que se opere la conjunción de voces que recorran otros caminos diferentes a los que cada voz trae.
Un abrazo,
Andrés
Enseñar es un arte que si bien mucho se habla de él, pocos lo practican. Es un endulzamiento, un revivir, un recorrido vivo donde tú entregas tu alma esperando que alguien la reciba. Por eso mismo, el arte del desdoblamiento, el arte de darte a ti mismo construyéndote a la vez es sólo reservado a algunos. Otras personas piensan que por el simple hecho de saber algo ya lo pueden transmitir o dictar que es aún peor. Pero el arte de hacer llegar, de donar, de regalar un pedazo de sí mismo llega a ser todo un estudio. Un estudio de ti mismo como individuo, como creador, como artista.
Escuchar, pertenecer al otro lado del cuadro es todo un reto. Ser muchas veces catalogado como bueno, malo, mediocre, responsable puede ser un gran reto. Mantener una idea positiva, una buena nota, un comentario pertinente es una gran presión. Pero hay algo de lo que no tengo ninguna duda: un buen profesor sí influye en el alumno. Ese maestro que logra transmitir el “verdadero conocimiento de la vida”, ese que logra mostrar el otro lado de la puerta y la mantiene abierta, es el que perdura siempre en la memoria. Lo recuerdas con una sonrisa, con orgullo, con placer y satisfacción. Y nunca lo olvidas. Nunca.
Diana, después de leer tu artículo, me quedan muchas imágenes grabadas en mente. El compartir, el saber enseñar, el escuchar, el sentir que hay un mundo más allá de la puerta de la clase y de la mirada de cada palabra del texto. Ese intercambio del alumno con el profesor es muy enriquecedor. Y no me queda la menor duda de que tú eres una artista que sabe que una sonrisa esconde la pasión necesaria para transmitir que el enseñar es una arte que se recibe sólo si se sabe dar y que el dar es el recibir que, a diario, se consume con el orgullo de ser profesor.
Un abrazo muy grande.
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